A mediados del siglo XIX, entre las clases altas madrileñas, la tertulia era una institución. Quizás la más esplendorosa era la organizada por la condesa de Montijo. A ella acudían eminencias sociales y literarias de toda Europa, y hasta se cuenta que en una de esas reuniones la hija de la condesa, Eugenia, sedujo al entonces exiliado Luis Bonaparte, para convertirse poco después en emperatriz de Francia. También en las novelas de Emilia Pardo Bazán se recrea muy a menudo el ambiente de las tertulias, a la manera de las que ella misma presidía en su residencia de Madrid.
Pese a que en el siglo XIX el significado más habitual de tertulia era el de salón, hacia finales de la centuria se impuso con fuerza otro, hoy más reconocible: la tertulia de café. En España, la introducción de los cafés se produjo un tanto tardíamente respecto al resto de Europa, pero enseguida adquirieron protagonismo. Más respetables y abiertos que las tabernas, los cafés propiciaban las relaciones y la conversación tranquila, de modo que pronto se convirtieron en punto de reunión para todo tipo de cenáculos. Uno de los primeros testimonios de la función social del café lo ofrece Moratín en La comedia nueva o El café (1792), que se centra en las acaloradas discusiones sobre teatro en un café madrileño. En esos años de la Revolución Francesa, el café se transformó, asimismo, en espacio de conspiraciones y de agitación, a la manera de los clubes jacobinos franceses. Esa situación perduró en el Trienio Liberal (1820-1823), cuando varios cafés de Madrid albergaron clubes políticos de vida tumultuosa. El más conocido fue La Fontana de Oro, descrito por Galdós en la novela homónima. En un nuevo giro del término, también a estos clubes se los llamó tertulias, y así se hablaría de "la tertulia patriótica de La Fontana de Oro". En realidad, más que tertulias se hacían mítines.
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